Hace algunos
meses, me dijeron que era una niña inmadura y caprichosa, en aquel momento a mi
ego le costó reconocerlo, incluso en un inicio lo negó rotundamente, ya que, cómo
era posible que alguien con mi recorrido profesional, mis experiencias vividas,
mi seguridad y demás mascaras del ego, fuera inmadura. Pues hoy lo digo y no me
arrepiento, me siento como niña de 15 años haciendo pataleta al no quererse
poner el vestido pomposo de tul y color brillante. Profundamente inmadura y
estoy bien con eso.
La razón
de dicha afirmación radica en que la vida que tenia en aquel entonces es completamente
diferente a la que tengo ahora. Luego de renunciar a mi antiguo trabajo, los
cambios no se hicieron esperar, fue como el primer paso a lo que soy ahora. Después
de renunciar a la vida laboral que creía ideal, también renuncié a la idea que
tenía de una relación perfecta, aquella donde constantemente debía probar mi
valor, debía ser significante, debía ser y parecer la mujer 10, la siempre
dispuesta y siempre disponible, la que nunca dice que no. Le dije adiós a esa
mujer, para decirme mucho gusto a mi misma, una yo que es dual, porque un día
puede estar perfectamente arreglada y al siguiente salir en sudadera y tenis a
comprar la leche, una que se siente hermosa por el sólo hecho de ser mujer, sin
importar si paso 10 minutos o una hora en la habitación preparándose para
salir.
Despedirme
de todas esas ideas causaron un “enchandizamiento” (Gracias Naty Merizalde) nivel
Dios, prueba de ello, no escribía hace meses, no tenía idea de dónde estaba
parada, pero lo que si estaba segura es que de esa salía. Primer paso, he de
reconocer que no estaba viviendo mi vida, sino aquella que habían orquestado
para mí, una dónde primero te gradúas, luego consigues el trabajo de renombre,
tienes un novio por unos 5 años, te casas, te vas de la casa y mueres feliz
comiendo perdices. Que gastritis, para aquellos que son felices en ese molde,
pues felicitaciones pero paso, “enchandizada” o no, esa no era la vida que quería
vivir. Por ende, el primer paso para reconocerme, fue decirme sí y cumplirme, ¿cómo?
Fácil, escuchando esa pequeña voz en mi cabeza que decía: “Salta que podes volar”.
Y volé, sí, me independicé, no sólo de manera física yéndome de la casa de mi
mamá sino también abandonando todas las ideas que tenia de lo que era una “vida
perfecta”.
Cambie el trabajo estándar, por uno muy distinto, por uno lleno de adrenalina, uno que hace algo más que pagar mis cuentas, uno que me reta, me divierte, me permite ser yo, uno llegó para enseñarme con amor y sin esperar más que mi mayor esfuerzo. Hasta ahí todo bien, nuevo trabajo, nuevo lugar para vivir, nuevas personas, nuevos aprendizajes.
Cambie el trabajo estándar, por uno muy distinto, por uno lleno de adrenalina, uno que hace algo más que pagar mis cuentas, uno que me reta, me divierte, me permite ser yo, uno llegó para enseñarme con amor y sin esperar más que mi mayor esfuerzo. Hasta ahí todo bien, nuevo trabajo, nuevo lugar para vivir, nuevas personas, nuevos aprendizajes.
Sin embargo,
todo cambio genera una crisis, la mía llego igual de grande al cambio que había
hecho. En el nuevo trabajo, al no ser estándar, ya no tenía nada bajo control y
debía reconocer que no tenía ni media idea que estaba haciendo, así que mi ego
lo mande de vacaciones, para humildemente reconocer que necesitaba aprender,
hacerlo con tiempo, permitirme cometer errores, pedir disculpas y dejarme
enseñar por alguien que considero como un papá y amorosamente estaba dispuesto
a transmitirme todo su conocimiento sólo con el compromiso de ponerme la
camiseta.
En mi
nueva casa con mi independencia, todo iba muy bien, o sea yo era una niña
grande que sabia que era pagar arriendo, servicios, mercar, pero, en el manual
del primer apartamento nadie indica que hacer cuando ya no quieres a las visitas
en tu casa, ¿les paras la escoba? ¿cierras el registro del agua y finges un daño?
¿te haces la dormida?, esas respuestas no las tenía, ya que, ante cualquier
incomodidad era yo la que huía y era muy fácil hacerlo, puesto que no era en mi
casa donde estaba. Así que era hora de enfrentar la realidad, no me las sabía
todas, de hecho, ya no me sabía casi ninguna y debía hacer las paces con ello,
era tiempo de reconocer que al cambiar tantas cosas, en tan poco tiempo y de
una manera tan rotunda, yo no era la misma, no podía aplicar las mismas lecciones,
porque era hora de aprender unas nuevas.
Así que,
un día en una llamada a un amiga mientras esperaba que la luna llena me
iluminara reconocí que para el momento en que me encontraba, la adultez, era plenamente
inmadura, pero que reconocerlo era lo más maduro que podía hacer, porque le permitía
al universo arroparme amorosamente en papel periódico y madurar en esta nueva
etapa, una que al terminar me arrojaría a otra donde nuevamente sería inmadura
y por fin estaba bien con ello.
Reconocernos inmaduros es lo
mas amoroso que podemos hacer, no sólo con nosotros mismos, sino con los demás,
ya que, es aceptar que somos estudiantes permanentes con este gran maestro
llamado destino, uno que todo lo que nos ofrece es crecer, a veces desde el
amor, otras desde el dolor, pero siempre para llegar a un lugar mejor, por ello,
sí, en esta nueva etapa de mi vida, una que llamo adultez, soy inmadura, me
siento en pañales, miro al frente como si tuviera idea de para dónde es, cuando
en el fondo se me perdió el mapa y apenas empecé a construir uno, en el cual ya
hay varios valientes dispuestos acompañarme en esta nueva etapa, quizá por unos
meses, por unos años, por la vida, no sé, solo sé que hoy están aquí, que me
brindan su amor, su compasión, sus enseñanzas pero más que nada su apoyo y por
variar me piden que me relaje… ¿Quizá sea esa la lección?